DILEMA MORAL 2. PIZZAS DE CONTRABANDO: LOS DERECHOS DE LA INFANCIA Y LA AUTONOMÍA PARENTAL.
- EL CASO.
En 2006 el famoso y bien intencionado cocinero británico Jamie Oliver comenzó una cruzada en los colegios públicos contra la obesidad infantil creciente en su país. Su plan era revolucionar los comedores escolares introduciendo comida más sana y equilibrada que la servida habitualmente. Sin embargo, no previó lo que se le venía encima. Algunas madres comenzaron su particular contraataque defendiendo la comida basura. Así, empezaron a pasar hamburguesas y pizzas de “contrabando” por la verja del patio del colegio en los recreos en señal de protesta y rebeldía frente a lo que consideraron una intromisión y un insulto a cómo estaban criando a sus hijos.
Según el cocinero, como también se vienen planteando muchas escuelas públicas, es una gran negligencia por parte de los padres atiborrar a sus hijos con bebidas azucaradas, grasas saturadas y demás productos industriales. Sin embargo, según estas madres, las escuelas no tienen derecho a decirles qué deberían dar de comer a sus hijos. Además, ven un peligro en la tiranía de la belleza y la imposición de un tipo de cuerpo como el único socialmente aceptable.
¿Qué debería hacerse en estos casos? ¿Debería primar el derecho de los padres a criar a sus hijos según los valores, costumbres y hábitos que ellos consideren o deberían intervenir las instituciones públicas para velar por el bienestar y la buena salud de los menores?
Si se decide limitar el derecho de los padres en estos casos, ¿estaría el Estado extralimitándose, sería excesivamente paternalista? Y si creemos que debería intervenir, ¿en qué casos debería hacerlo? ¿Cuál es el margen de libertad concedido a los padres? ¿Dónde se pondría la frontera entre lo público y lo privado?
- 1. LAS INTERPRETACIONES DEL CUERPO.
Este caso presenta un dilema que surge cuando chocan los derechos de tres partes. Por un lado, están los derechos del menor y la responsabilidad de quienes deben garantizar el cumplimiento de estos. Por otro, el choque entre autoridades: los padres y las instituciones públicas. Sin embargo, antes de entrar en estas cuestiones es preciso aclarar dos problemas que aparecen entremezclados continuamente en este tipo de debates: la salud y la belleza. Estas dos cuestiones remiten a dos preguntas:
- ¿Por qué los adultos deciden dar comida sana a los niños? Tanto padres como instituciones pueden tener distintas motivaciones a la hora de dar comida sana y no industrial o llena de grasas saturadas y azúcares a los niños. Una motivación puede ser la preocupación por la salud y el bienestar del menor. Otra motivación podría ser la estética o el deseo de que la imagen de los niños encaje con unos ciertos cánones de belleza que se pueden alcanzar más fácilmente con una comida sana que con una alimentación a base de productos industriales. Obviamente, las razones por las que se hace algo, las intenciones, y no sólo las acciones y los resultados, tienen un peso moral.
- ¿Por qué algunos niños están obesos? Los niños podrían sufrir cada vez más sobrepeso y obesidad, no sólo por comer comida “basura”, como se señala en el caso inglés, sino también por un exceso de ingesta de calorías de productos sanos. Es decir, uno puede sufrir sobrepeso y obesidad, además de por otras razones metabólicas y otro tipo de enfermedades en las que no se entrará porque escapan al caso, por una alimentación incorrecta basada en un exceso de alimentos, aunque estos sean naturales y sanos, y no necesariamente por una dieta basada en comida basura. Por ejemplo, si un niño come sin parar frutos secos recogidos en su región como las almendras garrapiñadas, melones, miel, plátanos y demás alimentos con un alto contenido de azúcares. Aunque en el dilema se da por hecho que este no es el caso, y que toda la obesidad de los menores se debe a la comida basura, habría que plantearse por qué un niño come en exceso. Es decir, no sólo qué come sino cómo come y qué uso da a los alimentos. Aquí habría al menos dos respuestas: un niño podría comer en exceso, bien por una desatención de los hábitos por parte de sus padres, lo que sería una negligencia, por un desconocimiento de los padres en cuestiones nutricionales, o por problemas emocionales. La comida, como es bien sabido, tiene una función de vía de escape en muchos casos. Si el menor es un “comedor emocional” y come por ansiedad, porque no sabe cómo enfrentar una situación familiar complicada, por ejemplo, quizás la manera de atajar el problema no sería simplemente cambiar las dietas de los comedores escolares.
En efecto, en muchos casos esta situación no sólo se debe a unos hábitos sedentarios, sino a una manera del niño de afrontar problemas de ansiedad y apaciguar sus miedos. Si se deja que el menor realice esa asociación entre la comida y sus estados emocionales, esto puede derivar en problemas de desarrollo emocional en la vida adulta, así como también puede truncar la correcta adquisición de habilidades para afrontar situaciones estresantes. ¿Qué papel deberían jugar en este caso las instituciones? ¿Han de ofrecer las escuelas educación sobre nutrición y manejo de la ansiedad o es un ámbito puramente familiar o privado que compete a los padres? ¿Serían los padres negligentes por no identificar este problema o es una competencia que no podemos exigirles?
Por otro lado, un niño puede sufrir sobrepeso y obesidad, siendo esto último lo más grave, no porque coma cantidades excesivas, sino porque coma inadecuadamente, porque coma comida basura demasiado a menudo, como se plantea en concreto en el caso inglés. Entonces habría que plantearse de nuevo por qué un padre da a su hijo comida basura o productos industriales, como snacks o bollería. Podría deberse a una negligencia, a una falta de interés, a un desconocimiento sobre el valor nutricional de los alimentos a una falta de recursos económicos. Y este es el punto clave de este caso, que quizás a primera vista podría pasarse por alto, pero que nos llevaría a entender un poco mejor la actitud rebelde de esas madres inglesas.
- 2. OBESIDAD Y POBREZA.
En efecto, la obesidad infantil en la actualidad en los países occidentales es un problema con más capas de lo que en principio podría parecer. Por eso es importante señalar un detalle de nuestro caso que seguramente se le pasó por alto al cocinero Jamie Olivier, y quizás también a muchas escuelas cuando llevan a cabo un plan de choque contra la obesidad infantil. Lejos de lo que se podría pensar en un principio, en la actualidad los niños con mayor sobrepeso y obesidad son los pertenecientes a las clases sociales más bajas. Los padres con menos recursos son precisamente los que recurren a este tipo de alimentos porque simplemente son más baratos. Por eso, la reacción de las madres tiene otro sentido cuando pensamos que se sienten insultadas como malas madres, no sólo porque no sepan cómo alimentar a sus hijos, sino porque esa manera de alimentarles les delata como una familia en una posición económica y social baja. Es decir, saca a la luz la impotencia de los padres que se encuentran con pocos recursos económicos para alimentar a sus hijos de otra manera. Esto seguramente hace que comprendamos un poco mejor a las madres inglesas que llegaron a sentirse cuestionadas y humilladas hasta el punto de tener la necesidad de pasar pizzas por la valla del colegio.
Alitas de pollo frito, una hamburguesa, patatas fritas o una pizza de cualquier cadena de comida rápida resultan mucho más baratos y asequibles que comprar verduras, carne y pescado fresco en un supermercado tradicional para después cocinar en casa. Esta realidad favorece el aumento de la obesidad infantil en las familias con menos recursos, lo que tiene un riesgo claro para la salud del niño a largo plazo. El sobrepeso y la obesidad en menores tiende a seguir en la vida adulta del niño y aumenta el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares y diabetes.
Por último, antes de entrar en el dilema moral, también habría que tener en cuenta las consecuencias a largo plazo- y no sólo sobre la salud física- que la obesidad puede tener sobre el menor a nivel emocional. Además de los riesgos para la salud física del menor en un futuro y de las limitaciones que implica sufrir obesidad en el día a día del niño, no se puede pasar por alto el impacto que esta situación puede suponerle en su autoestima y en sus relacione sociales. Es un lamentable error creer que a los niños les afectará menos que a los adultos sufrir sobrepeso y obesidad, tanto física como emocionalmente, De hecho, ambas situaciones e convierten en una fuente de sufrimiento para los niños. Su imagen puede quedar profundamente dañada, pasando situaciones de vergüenza y discriminación ante los compañeros, así como momentos humillantes también por parte de profesores o entrenadores, por nombrar los casos más comunes. Esto les hace especialmente vulnerables, La integridad física y psíquica de estos niños puede quedar dañada considerablemente al sufrir problemas de autoestima, inseguridad, depresión o problemas de adaptación escolar y aislamiento. Además, si esto se une a una fuerte presión social n los niños para tener una determinada imagen y un determinado cuerpo, los niños con problemas de obesidad son más vulnerables a sufrir una doble estigmatización, por la clase social a la que los menores pertenezcan, y por no cumplir con unos cánones estéticos específicos. Por ello, habría que ser consciente de que estos hábitos tienen como resultado un daño en la salud y el bienestar del menor a corto y largo plazo, independientemente del derecho de los padres a educar libremente según el conjunto de creencias y valores que elijan.
2. PROBLEMAS ÉTICOS.
2.1 MORAL Y DERECHO.
Este caso remite a dos grandes cuestiones de la filosofía política y la ética, sobre todo en sociedades pluralistas como las actuales en las que se ha realizado una separación entre moral y derecho: ¿Cómo justificar una aplicación de unos principios respecto de la salud y el buen desarrollo del menor respetando el derecho de los padres a decidir? ¿Cómo encontrar y desde qué criterios, un equilibrio, sin caer en la negligencia por parte de las instituciones públicas ni en un exceso de intromisión estatal en la esfera privada? A su vez estas cuestiones remiten a la pregunta sobre cómo establecer una idea de lo bueno que sea compartida por todos los ciudadanos y ciudadanas.
Por un lado, estaría el derecho a la salud del menor y, por otro, el derecho de los padres a decidir cómo criar a sus hijos, a decidir qué entienden ellos por bueno para la salid de sus hijos. Dicho de otro modo, el derecho a la salud, más allá de evitar y curar enfermedades, se puede realizar y entender de muchas maneras, pues se trata de un derecho positivo o de segunda generación, como lo es también la educación.
2.2 DERECHOS PARENTALES Y EL PAPEL DEL ESTADO.
Este dilema no sólo enfrenta estas dos partes. En efecto, este es también un dilema político, no sólo familiar o privado, de ahí lo problemático del mismo. Trata de las relaciones entre el derecho y la moral, entre lo justo y lo bueno, lo público y lo privado. No sólo chocan los derechos del menor y los derechos parentales, sino el papel que deben desempeñar quienes tienen la responsabilidad de defender y proteger al niño: qué concepto de salud, qué aspectos priorizamos, cómo lo llevamos a la práctica, etc., marcarán la diferencia entre unas y otras posturas. Es decir, en este dilema el foco del conflicto está realmente en cómo entienden unos y otros, familia y escuela, qué es lo mejor para el niño. Así, tenemos por un lado a las instituciones públicas, representadas en este caso por las escuelas que apoyan programas saludables para los comedores en defensa del bienestar y el buen desarrollo de los menores, defendiendo el derecho a la salud de estos, y, por otro, los padres o tutores de los menores que defienden- además de los derechos de sus hijos- sus derechos parentales, su autonomía a la hora de decidir qué es mejor para sus hijos, y que ven un peligro en una excesiva intromisión del Estado ( las escuelas en este caso) en su vida familiar, pasando de ser un servicio público a ejercer de “padre de los padres”.
En este caso, la frontera entre lo bueno y lo justo, lo legal y lo correcto quedan diluidas, pues, centrando la atención en la cuestión de la alimentación, la pregunta sería si el Estado y las instituciones públicas deberían, no sólo intervenir cuando hay una carencia, una malnutrición, sino también cuando hay problemas por exceso, e imponer una manera adecuada y correcta de alimentar a los menores independientemente del derecho parental. Teniendo este caso en cuenta, ¿se puede considerar la obesidad y el sobrepeso infantil un tipo de negligencia parental como de hecho se considera negligente si un niño sufre carencias? ¿Es por tanto una forma sutil de maltrato como puede serlo la falta de higiene, el abandono o los descuidos constantes en su educación? ¿Puede haber negligencias por exceso, es decir, no por no hacer, sino por hacer de más: alimentar de más, proteger de más? Y, en cuanto al Estado, ¿dónde se debería poner el límite: se ha de intervenir sólo en casos de obesidad o también en casos de sobrepeso? ¿Hasta dónde es legítimo intervenir por razones preventivas?
2.3 NEGLIGENCIAS POR EXCESO.
En la actualidad cada vez somos más conscientes de que existen nuevas formas de negligencias hacia la infancia, más sutiles, que nos e manifiestan como un daño directo, como la violencia, el insulto, la humillación o la falta de atención a sus necesidades básicas, sino por un goteo de acciones que pueden dañar su salud a largo plazo, su autoestima, etc., como se señala en el caso. De hecho, se ha destacado cómo las madres se sintieron humilladas por la imposición de una dieta más sana a sus hijos, pero ¿alguien ha pensado cómo se siente un niño o un adolescente cuando su escuela y sus padres mandan mensajes contradictorios? ¿Cómo se siente un adolescente cuando sufriendo sobrepeso u obesidad, su escuela le impone una dieta saludable y su madre le manda hamburguesas y pizzas en el recreo? Dicho de otro modo, ¿qué pasa cuando el daño o la negligencia viene por una falta de empatía con el niño? ¿Qué ocurre si muchas de las consecuencias negativas no se verán hasta después de pasado un tiempo?
Muchos son los casos que en los últimos años han llamado la atención en este sentido, haciéndonos reflexionar sobre la máxima feminista de “lo privado también es público”. Es decir, como seres que vivimos en sociedad, lo que ocurre en la esfera privada también tiene repercusiones en la vida pública, lo que ocurre de puertas para dentro al final también está relacionado con lo que toleramos que ocurra de puertas para fuera. Casos como el de la madre que inyectó bótox a si hija de 8 años para que se viera más guapa o el de quienes practican en niñas pequeñas depilaciones y procesos de estética, quizás deberían llevarnos a plantear si se le está infligiendo un daño, sólo a corto plazo, sino especialmente a largo plazo. Está en juego cómo construirá su autoestima y su valor como persona. En tal caso, ¿debería el Estado regular esto de algún modo, de la misma manera que se prohíbe dar alcohol a los menores?
Quizás deberíamos cuestionarnos qué mensaje están recibiendo estos menores y sobre todo por qué una madre desea que su hija aparezca a los ojos de la sociedad como una mujer adulta en miniatura, por qué quiere una madre que su hija siga alimentándose de comida poco sana cuando le facilitan una opción mejor o para qué quiere dejarle claro a la escuela de su hijo que ella tiene la última palabra sobre su alimentación, independientemente de la ridiculización o la vergüenza que el menor pueda sentir, e independiente de los problemas de salud del niño. ¿Qué hacer entonces, desde un punto de vista institucional y de la justicia, en los casos en los que, quizás sin violar ningún derecho del menor, sus tutores los sitúan en una zona de vulnerabilidad peligrosa para su bienestar presente y futuro?
Desde el punto de vista de las escuelas e instituciones públicas que creen conveniente intervenir y frenar el aumento de la obesidad infantil, la libertad, la autonomía de los padres para criar a sus hijos, llegaría sólo hasta el punto en el que sus prácticas impliquen algún daño para el niño. El problema es que la frontera entre salud y enfermedad, curar y prevenir es muchas veces ambigua. Si se entiende la negligencia como cualquier omisión por la que se priva al menor de la supervisión y/o atención necesaria para su desarrollo, quizás sería una cuestión de justicia proteger a los menores más allá del derecho parental. El problema sería el límite, es decir hasta dónde: ¿sólo los casos de malnutrición?, ¿malnutrición y obesidad?, ¿malnutrición, obesidad y sobrepeso?, ¿también cuando haya falta de forma física? Y en ese supuesto, ¿tendría el Estado el derecho de imponer un cierto perfeccionamiento a sus ciudadanos y ciudadanas?
Desde el punto de vista de las escuelas, aquí representadas en el cocinero Oliver, si bien es cierto que la asunción del Estado de un papel de “padre de los padres” puede ser de hecho peligroso para la autonomía del menor, no asumir medidas paternalistas hacia la educación de los menores puede derivar en lo contrario, en una negligencia. Esto es, unas instituciones que no fueran paternalistas con aquellos sujetos de derechos cuya autonomía aún no se ha desarrollado completamente y que se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad serían injustas y negligentes, en cierto sentido sería, a diferencia del respeto por la autonomía del adulto, abandonarles a su suerte y dejarlos en manos del factor “lotería”, dependiendo su bienestar y desarrollo de lo preparados, empáticos o no que sean los padres o tutores con los que vivan.
Así, la cuestión desde este punto de vista sería por qué no puede el Estado comprometerse activamente con valores que posibiliten el desarrollo del potencial humano. En este sentido, parece justificable e incluso necesaria la no neutralidad moral del Estado si realmente se quieren evitar situaciones de injusticia. Quizás esto se puede entender como un exceso, como algo supererogatorio y no exigible en la esfera pública. Sin embargo, la neutralidad moral de Estado aplicada a la infancia no es para quienes defienden esta postura un respeto al pluralismo, sino una negligencia respecto del menor. La acusación de paternalismo solo tiene sentido si somos paternalistas con un igual, con un sujeto de derechos que además es autónomo y responsable de sus decisiones. No ser paternalista con un menor se acaba traduciendo en ser negligente. En este sentido, el problema no es que haya paternalismo respecto del menor, sino respecto de los padres, y sobre todo que haya dos autoridades en conflicto por establecer lo que cada una considera mejor para el niño.
2.4 EL DERECHO DEL MENOR.
Por todo lo dicho, quizás la solución pase por entender que las escuelas y los padres están en el mismo bando y que no se trata de una lucha de egos, sino de colaborar e integrar esfuerzos con el fin de conseguir lo mejor para los menores, cuestión en la que justicia y vida buena confluyen. Este terreno borroso se aprecia cuando, por ejemplo, en España se aplican medidas para que los comedores escolares ofrezcan menús saludables, dada la preocupación por la obesidad infantil, pero al mismo tiempo estos centros no están obligados a hacerlo, siendo medidas no regladas que dependen de la buena voluntad de unos y otros.
Por ejemplo, si se defiende el derecho a la salud, pero no existe o no se exige un compromiso con una escuela pública en la que los niños adquieran las herramientas para poder desarrollarse como un futuro adulto autónomo y sano- dándole no sólo clases de educación física, sino dietas equilibradas y formación sobre nutrición- por miedo a que se entienda como una intervención en una cuestión privada, entonces el primer derecho quedará en una especie de limbo sin una realización concreta.
2.5. LA FLEXIBILIDAD DE LOS DERECHOS SOCIALES.
Otro punto a tener en cuenta es el hecho de que la salud admite grados, es decir, podemos cuestionar cuánto de sanos queremos que estén los niños y qué parte le corresponde a las escuelas. Quizás aquí el sobrepeso entraría en ese terreno borroso, como puede ocurrir con la miopía o cualquier detrimento de una función. Es decir, se corre el riesgo de convertir en enfermedad todo lo que no entre en unos estándares perfectos y de que la escuela se inmiscuya en asuntos que le corresponden a otros especialistas de la salud como nutricionistas, endocrinos, o psicólogos. No obstante, estaríamos haciendo un esfuerzo en balde si defendiéramos el derecho del menor a la salud pero lo dejáramos en manos inexpertas o sin otros recursos, aun sabiendo por los datos epidemiológicos que no se están haciendo bien las cosas, dado el aumento de obesidad infantil.
En este punto quizás sea necesario recordar que los derechos de segunda generación, como el de la salud o la educación, también llamados derechos positivos, son aquellos derechos económicos, culturales y sociales que parten de la tesis de que “la identidad individual es también social” y que evitan dejar a la persona, e este caso al niño, en una situación desfavorable, por un lado, frente al Estado, del cual se reclama implícitamente un deber de protección, y, por otro, frente a otros agentes sociales, como pueden ser los tutores y el entorno social más cercano del niño. A diferencia de los derechos negativos o derechos de primera generación, que suelen consistir en impedir que se intervenga o se obstaculice una libertad del individuo, los derechos a la salud o a la educación exigen una acción, un extra, un bien en cierto modo. Por ello muchas veces son percibidos como deseables pero mucho más difíciles o costosos de llevar a la práctica. Dicho de otro modo, parece más sencillo y más barato que un Estado garantice el derecho a no ser torturado que el derecho a la vivienda, a la salud o al trabajo, aun cuando ambos derechos necesiten acciones concretas e inversión de recursos.
En este sentido, es imposible entrar en las cuestiones señaladas en el conflicto sin abordar una posición frente a la idea del bien o de lo bueno, pues implícitamente se entiende que un Estado que defiende la aplicación de estos derechos de segunda generación juzga que la salud o la educación son bienes que es necesario defender públicamente. Esto es, desde que el Estado asume la defensa de unos bienes públicos en lugar de otros, entra a cuidar a sus ciudadanos y ciudadanas asumiendo, a su vez, tácitamente, una idea de lo bueno, limitando así la autonomía parental.
Por eso, desde el punto de vista de las escuelas, no se trata del derecho a imponer mi educación, mi dieta o mis costumbres, sino del derecho que tienen los niños a la educación, a la salud y a la cultura desde aquellos principios que faciliten que el menor llegue a ser un sujeto de derecho adulto y autónomo que entonces pueda elegir y ejerce esa libertad. No se trata del derecho a la cultura de los pobres o de los obesos o de los derechos de la dieta “americana” a seguir existiendo, sino del derecho del niño a estar sano.
En cualquier caso, desde este punto de vista no se trata de anular los derechos parentales. Simplemente se trata de no permitir realizar aquellas prácticas que puedan tener consecuencias negativas y/o irreversibles para la integridad física y el desarrollo personal del menor hasta que sea adulto y pueda tomar sus propias decisiones. En este sentido, como algunos autores señalan, el Estado no sólo debería velar por el bienestar del menor, sino por su buen devenir.
Por otro laso, desde la perspectiva de las madres que pasaban comida basura en el recreo y que reivindicaban su derecho y autonomía parental, precisamente se entiende que un exceso en el perfeccionamiento de la imagen de los niños puede favorecer la presión social por tener una imagen concreta y la exclusión. Desde esta postura, se valora la intervención excesiva de las instituciones públicas como una forma de acabar con otras maneras de ser y estar en el mundo. También hay que tener en cuenta que muchos de estos niños son hijos de inmigrantes con otro tipo de fenotipo para quienes los cánones de belleza occidentales son simplemente ajenos e irrealizables. ¿Serían estas medidas a favor de la alimentación saludable una manera de estigmatizar aún más a los obesos? ¿Estarían las instituciones lanzando el mensaje de que hay maneras de ser que no deberían existir?
Las madres del caso y aquellos que defienden los derechos parentales frente a la escuela, usarían un argumento de pendiente resbaladiza cuando se preguntan hasta dónde va a intervenir el Estado en sus decisiones como padres. Si primero se acepta que decida, por ejemplo, sobre las vacunas o la comida en defensa de la salid, ¿qué sería lo siguiente: qué ropa, qué leen, qué juegos, qué corte de pelo? Este tipo de argumentos, aunque lógicamente dan un salto no justificado, llama la atención sobre aquellas cuestiones que nos preocupan y sobre peligros potenciales. Darle tal poder a un Estado bienintencionado puede no ser peligroso, pero ¿qué pasa si los niños se utilizan como medio para otros fines?
Además, este argumento pone de nuevo el foco en cuestiones sobre los límites respecto de la enfermedad, la salud, el bienestar y el perfeccionamiento: ¿qué entra dentro de la defensa de la salud del menor? ¿La ausencia de enfermedad, el bienestar, estar sano, estar en la mejor forma posible? Esta pregunta a su vez remite a qué cosas entendemos como un mínimo que debe ser protegido. La frontera entre la salud y la enfermedad es muchas veces difusa y quizás aceptar una intervención del estado más allá de la curación de enfermedades como la anorexia o la obesidad puede llevarnos a situaciones peligrosas. Sin embargo, el problema está en que si se defiende una medicina preventiva, entonces la intervención, antes de que el niño tenga una enfermedad, es necesaria, es decir, se requeriría llevar unos controles para saber que el niño está bien. Esto puede traducirse en una intromisión mayor en los derechos parentales, pues seguramente una medicina realmente preventiva aplicada por un Estado tendría que entrar a regular las acciones más sutiles de los padres, que aún no han causado un daño pero que pueden causarlo en el futuro.
Otra cuestión que lanzan quienes están en contra de esta presencia excesiva del Estado en la vida de las familias es cómo sabemos cuándo se está haciendo un daño al menor en casos sutiles. ¿Debemos tener en cuenta sólo las consecuencias a corto plazo, o también las consecuencias a largo plazo para la autorrealización y el bienestar del niño cuando sea adulto?
Quienes están en contra de dar tanto protagonismo al Estado verían en estas medidas incluso una cierta actitud cínica, pues la solución no vendría por medio de que los centros públicos asumieran la tarea de alimentar a los menores, sino de facilitar a los tutores y padres las herramientas y recursos para que ellos mismos pudieran hacerlo correctamente, dentro de un margen de libertad.
Por eso es un conflicto entre la frontera de lo justo y lo bueno, del derecho y la ética. El derecho, por un lado, es un reflejo, una plasmación de los valores mínimos compartidos. Por otro lado, la ética no queda agotada en una idea mínima de justicia. Así, el problema viene por cómo entendemos esos valores mínimos comunes. Es decir, el conflicto en las sociedades pluralistas no es tanto que haya un choque entre quienes defienden el derecho a la salud y quienes no. En principio, todos estamos de acuerdo en que se debe defender y proteger este derecho. El problema surge, sin embargo, en cómo entender tal derecho, cómo llevarlo a la práctica, qué idea de salud, y en caso de choque con otros derechos y/o valores, qué priorizamos: salud o autonomía, salud o no maleficencia, etc.
Así, frente a medidas que no satisfacen a todos como las del caso, podrían darse cursos de orientación nutricional a los padres, o subvencionar menús con varias alternativas, ya que el Estado podría imponer y asumir como un deber propio la defensa y protección de la salud de los menores, pero quizás no sería su terreno elegir qué tipo de medios (dietas) entre todas las variables saludables posibles es la que debe establecerse, ni tampoco debería partir de un igualitarismo que no tuviera en cuenta las condiciones físicas y endocrinas de cada menor.
Si la preocupación es la salud del menor, pero al mismo tiempo se quiere respetar la autonomía parental, ¿por qué no se invierte en subvencionar distintos menús en los comedores escolares no solo para alérgicos, o sin gluten, sino menús que respetaran la diversidad cultural de las familias: vegetarianos, sin cerdo, sin lácteos, etc.
Asimismo, dar un menú con pocas calorías (hipocalóricos), con verduras y proteínas, puede ser beneficioso para los niños con sobrepeso y obesidad, pero ¿qué ocurre con los niños con tendencia a estar delgados, con un metabolismo más rápido, o con aquellos que, preocupados por su imagen, empiezan a dejar de comer? ¿No deberían también ofrecerse menús hipercalóricos precisamente para los niños con esas carencias nutricionales? Es decir, la sospecha de algunos padres es que el interés de las medidas, como la liderada por Jamie Oliver, no es tanto una preocupación real por la salid de los menores y una comprensión de una situación con muchas circunstancias distintas, sino una solución rápida, una llamada de atención simplista a un problema más complejo, pues cada niño, cada cuerpo y cada circunstancia es diferente.
En cierto modo, su protesta venía a decir que nadie escoge el mal aposta. Es decir, si ellas dan comida poco sana a sus hijos no es porque quieran hacerles daño, sino porque o bien no tienen otros recursos económicos, o no tienen la manera de convencer a sus hijos para que coman otra cosa, o no tiene la información sobre qué sería mejor o no tienen tiempo para cocinar todos los días.
Por último, habría que tener en cuenta el aspecto emocional del caso. Estos padres estarían en contra de estas medidas porque consideran que, además de inmiscuirse en sus tareas como padres, favorecen la estigmatización de sus hijos por gordos, en vez de enseñarles a tener una autoestima sana, sean gordos, flacos, altos, bajos, ricos o pobres. Desde este punto de vista, una propuesta en esta línea podría ser que las escuelas públicas se centrasen en controlar que no haya casos de acoso contra los niños gordos y pobres, estuvieran alerta y no permitieran ni miraran para otro lado cuando en el recreo un grupo humilla o se burla de otro niño por su apariencia física, su ropa o sus orígenes, en lugar de asumir competencias sanitarias que directamente no le competen.
En cualquier caso, y como conclusión, un Estado debería garantizar no sólo la autonomía y el bienestar de sus menores, sino las herramientas que les permitirían adquirir esa autonomía y bienestar. Sin estos requisitos, el desarrollo pleno del menor en su vida adulta se vería seriamente mermado debido al impacto de distintos factores. En efecto, el bienestar del menor dependerá de un conjunto de factores complejos que el Estado tendrá que gestionar, pero siempre a favor del buen devenir del menor.
En este sentido, el bienestar del niño no es simplemente una cuestión privada. Como futuro adulto, el menor debería disponer de las mejores herramientas para su bienestar y autorrealización, lo que a su vez depende en gran medida de la educación, la autonomía y la responsabilidad que le proporcionemos. Así, el Estado debería garantizar un cierto nivel de bienestar a sus menores, más allá de los derechos parentales, con el fin de que aquellos lleguen a la edad adulta, sin su esperanza de vida mermada por carencias y enfermedades acarreadas desde la infancia, y sin su calidad de vida truncada por haber carecido de oportunidades en la infancia para formarse y desarrollarse como sujetos que puedan hacer uso de sus derechos de primera generación en sentido pleno, tomando sus propias decisiones. Dicho de otro modo, de poco te sirve tener un derecho a la libertad o a la vida si previamente tu derecho a la salud o la educación ha sido mermado o poco o nada protegido.
( Cabezas. M. Dilemas Morales: entre la espada y la pared. Editorial Tecnos. Madrid. 2016)